Miguel Ángel Rodríguez Mackay
La historia de la humanidad ha estado marcada por los conflictos. Si queremos podemos mirar los más de 2000 años de una historia desde occidente o quizás varios miles de años más si nuestra observación es planetaria; sin embargo, ningún conflicto de los que podamos contemplar revisando el pasado, estos son las Guerras Médicas, Guerras Púnicas, Guerras de las Galias, Guerras de Cruzadas, Guerras de los Cien Años, Guerra de los Treinta Años, y muchas otras más incluida, la Primera Guerra Mundial, u otros muchos conflictos regionales, tiene comparación en impacto numérico de muertos -70 millones- y en desastres materiales (un billón de dólares) a los que produjo la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Este suceso transformó la sociedad internacional que había sido testigo de una devastación de la calidad humana nunca jamás antes vista.
La guerra localizada principalmente en Europa, que cruzó hasta los territorios africanos y tuvo episodios de sangre en el océano Pacífico, había remecido la conciencia de los hombres cuando llegó a su fin en los primeros días del mes de mayo de 1945.
Es verdad que tuvieron que suceder las desgracias en Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto siguientes, en que fueron lanzadas dos bombas atómicas que en segundos cobró más de 200 mil muertos, para que realmente se apagara el fuego de la barbarie.
Las Naciones Unidas que surgió al final de la conflagración consagró en su carta fundacional que la regla de la sociedad universal sería a partir de ese momento la paz. Por eso, la misma ONU acaba de conmemorar el final de aquel infausto episodio del holocausto mundial sembrando un árbol como símbolo de la paz. Este gesto se repetirá este 8 de mayo en que se recuerda la noticia de la victoria europea sobre las tropas nazis.
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