Por: Héctor Gadea, socio en Rebaza Alcázar & De Las Casas.
Hace varios años que en diversos países del mundo los costos de la fiscalización del pago de sobornos se vienen trasladando a las empresas.
La lógica es que es la propia empresa quien se encuentra en una mejor posición que el Estado en generar controles en su interior para prevenir actos de corrupción y, en caso estos sucedan, encontrarse en una mejor posición para detectarlos, investigarlos e implementar medidas correctivas para que sea más difícil que se repitan en el futuro, desmarcándose de aquellos funcionarios partícipes del fraude o incluso colaborando con los reguladores y fiscales con evidencia que los incrimine a cambio de clemencia. Los stakeholders suelen preferir sacrificar al empleado corrupto que a la empresa.
Por ello, se le hace más difícil al funcionario con inclinaciones corruptas hacer un pago indebido al existir controles como la revisión de los gastos de la caja chica o que los servicios pagados sean efectivamente prestados, por ejemplo, y se le envía el mensaje que en caso de saltarse los controles y pagar el soborno la empresa tendrá incentivos en desvincularlo o incluso denunciarlo para así obtener beneficios y no acabar sancionada.
Por otro lado, si el Estado descubre el pago de un soborno desde una empresa que fue indiferente frente a los riesgos, que no tenía controles o que no investigó el hecho ni disciplinó a los involucrados la perseguirá de forma autónoma.
El mensaje para la empresa desde el Estado es que genere sus programas de compliance y que costeen la fiscalización de la corrupción a su interior o de lo contrario será sancionada, sin posibilidad de clemencia, lo que en varios casos pondría en riesgo la continuidad del negocio.
Esta lógica va desapareciendo en economías con control de precios, prohibición de importaciones, estatización de la actividad privada, etc. Modelos económicos que fomentan el mercado negro, el contrabando, la competencia desleal por parte del Estado empresario, etc. Volveríamos a contar con grandes empresas estatales. Empresas ineficientes al no contar con competencia local o extranjera, por financiarse con capital del tesoro público y vender con precios fijados por decreto.
Estas empresas generan burócratas empoderados imposibles de desvincular. Sus stakeholders son en su mayoría parte del mismo Estado. Y sería el mismo Estado quien tendría que sancionar a la empresa pública. Por ningún lado se generan incentivos para la autorregulación. Un mundo al margen de la legalidad y del compliance a la vuelta de la esquina.
Fuente: Gestión
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